El PP celebra antes de tiempo su año inicial de gobierno en Sevilla con un balance magro, virtual y que repite los mismos argumentos de la campaña electoral. Sevilla continúa en el pozo.
L0 primero que tendríamos que decir, en honor a la verdad, ese
patrimonio intangible al que nos debemos algunos periodistas, porque
otros están en otras cosas, es que el reloj municipal no termina de dar
bien la hora exacta. En determinadas ocasiones, adelanta. En otras,
atrasa. Más que helvético, parece ser como un vetusto cronómetro de
arena. Imperfecto, exasperante, eternamente aproximado.
El alcalde de Sevilla, Juan Ignacio Zoido, decidió esta semana
celebrar de forma unilateral –cosa que ya es marca de la casa– el primer
aniversario de su mandato de gobierno. ¿Tocaba?
Cronológicamente
hablando, no. Fue investido regidor en junio y, por tanto, su particular
saldo de días y flores no se cumple hasta dentro de unas pocas
semanas. Parece pues que más que ajustar cuentas lo que había eran
ganas de buscar un pretexto para poder empezar a justificarse. Señal de
que, quizás, dentro del cándido seno de su equipo municipal existe ya un
cierto complejo de culpa por los milagros que no han llegado. El tiempo
corre. Y algunos todavía no se han enterado de que esta evidencia no
tiene remedio.
La puesta en escena del primer año de la era Zoido, cuyos
exégetas van sintiéndose cada vez más incómodos después de que el
regidor haya dado muestras de cuál es su concepción de la política con
el invento de la Operación Talento, viene a confirmar otra
cuestión ya esbozada en estos meses de generosas intuiciones: Zoido va
camino de parecerse –casi se diría que demasiado– a Monteseirín. La
escenografía del primer año triunfal remite por completo a la
etapa anterior: el alcalde rodeado de todo su equipo haciendo su propia
lectura de su propia gestión. Sin cortarse. Monteseirín solía incurrir
con frecuencia en esta obsesión infantil de gobernar, y al mismo tiempo,
evaluar directamente todo su trabajo. Si alguien osaba disentir de sus
tesis dando su propia opinión al respecto, se le fulminaba. No podía
haber más lectura que la oficial.
Tampoco había autocrítica –tan sana, y tan escasa en la
comparecencia de Zoido–, lo que tiene que ver con la costumbre de la
clase política sevillana de aspirar a ser juez y parte de su
propia trayectoria. Imposible es así cumplir la promesa –tan lejana– de
la humildad en el ejercicio del mando. ¿Un político es quien debe
evaluarse o, por el contrario, debe dejar que sean los demás ciudadanos
los que enjuicien su trabajo? Convendría hacérselo mirar, aunque dada la
actitud que prevalece en Plaza Nueva, donde hasta se ponen nota, y
alta, a sí mismos, se intuye que la cuestión no tiene remedio. Es
estructural.
“No hemos podido hacer más”, sentenció Zoido al pasar lista a lo que su equipo llama micropolítica,
que en realidad no es más que la política municipal de toda la vida:
hacer que una ciudad no se colapse. Un logro que no es menor pero que a
todas luces resulta insuficiente. En mi humilde opinión, la cuestión
trascendente de este primer año de mandato es otra: ¿se ha hecho
realmente algo? Quiero decir: algo distinto a los habituales golpes de efecto
–muchos, fallidos–, el revisionismo absurdo y la retórica de las buenas
intenciones. Tras hacer un sincero escrutinio tan sólo encuentro un
proyecto positivo: el plan de pago a los proveedores. Un asunto
necesario desde hace lustros. Poco más.
En el discurso del regidor, casi doce meses después de llegar a la
Alcaldía, sigue latiendo el mismo pálpito electoralista que le llevó –su
gran éxito– al poder para después, al menos hasta ahora, no hacer
demasiado, salvo empezar a exculparse; lo cual, al fin y al cabo, mucho
más dado lo mal que están las cosas, no deja de ser algo así como el
probable embrión de un cierto fracaso.
Es curioso. Durante el primer año de gestión del PP en el
Ayuntamiento se ha pasado de usar el dedo acusador en contra los demás
–se intenta seguir señalando eternamente a la oposición, aunque este
cuento ya no funcione– a empezar a poner excusas. De la sucesión de
promesas imposibles vamos a la realidad pedestre de que no se puede hacer más. Porque no se sabe o no se quiere, que todo puede ocurrir. De la eficacia suiza –que nunca llegó; ni está ni se la espera– al esto es lo que hay.
Se prometió, sabiendo que las competencias eran limitadas, paliar el
drama del paro. Ahora la respuesta siempre es la misma: no tenemos
medios.
¿Por qué se dijo entonces lo contrario si no podía cumplirse? ¿Se
quería engañar a la gente o llegar al poder de cualquier forma? ¿O acaso
las dos cosas? Seamos justos. No es ningún drama: los ejercicios de
realismo son excelentes en política salvo que se quieran disfrazar, como
parece desprenderse del balance oficial del PP, de fingida
satisfacción. Es entonces, cuando en lugar de suscitar cierta empatía se
ofende a la inteligencia ajena, cuando se corre el serio riesgo de
avivar una corriente de insatisfacción similar al entusiasmo –excesivo–
de los primeros días de vino y rosas. Todo muta. Todo cambia. Y con esta
crisis nada es imposible. Ni siquiera quitar a los santos de los
altares.
La imagen de un alcalde, con independencia de cuál sea su gestión
concreta al término del mandato, se fija sobre todo en los primeros
meses de gobierno. Con su actitud. Por eso los equipos políticos tras
las campañas electorales, donde todo parece estar permitido, hasta la
demagogia e incluso el peronismo reinventado, intentan dar una visión
institucional de los candidatos convertidos en gobernantes. ¿Cuál ha
sido el balance de la imagen de Zoido en este primer año de ejercicio
efectivo del poder?
La pregunta es pertinente, entre otras cuestiones, porque toda la
estrategia del PP consiste en focalizar en exclusiva la atención sobre
la figura del regidor, relegando –salvo excepciones– al resto de su
equipo a un segundo plano, estrategia que ha creado tanto desencanto
interno como desazón externa. Inexplicable: los éxitos, pero también
los errores, siempre serán adjudicados directamente al regidor, sin
protagonistas intermedios capaces de jugar el papel de escudos. Éste fue
el formato elegido. En consecuencia, es el parámetro bajo el que deben
juzgarse estos doce meses de zoidismo.
Primera conclusión: el desgaste ha sido mayúsculo; acaso
remediable, pero en todo caso notable dado el escaso plazo transcurrido.
El hombre al que se vitoreaba en la procesión del Corpus empieza a
provocar, al igual que su antecesor en la Alcaldía, sonrisas cuando doce
meses después de su discurso de investidura desvela cuál es su
concepción del talento de Sevilla: organizar un concurso musical en los barrios. Tremendo tránsito.
Quizás el efecto no deseado de esta última ocurrencia –criticada hasta desde frentes amigos–
haya sido la causa del prematuro autobalance de gobierno. Una manera de
tapar un agujero. Una vía para evitar que esta poderosa anécdota
–categoría, a mi juicio– termine fagocitando todo lo demás, que aunque
no es mucho se prestaría a una evaluación más detallada. De Ikea, mejor
no hablamos. Que el reloj municipal tiene una evidente tendencia a
retrasar es también evidente: la derogación del Plan Centro o la idea
de destruir la Alameda para convertirla en un negocio –¿cuántos empleos
genera un aparcamiento subterráneo?– son ejemplos de que en el gobierno
municipal existe una superlativa querencia por la involución. Algo que
no ayudará a que Sevilla salga del pozo.
En otras cuestiones habría mucho que discutir. La austeridad
pregonada es harto relativa –véase algunos sueldos que incumplen las
promesas del PP o los episodios de amiguismo en los distritos– y sobre la herencia recibida,
la justificación del magro saldo de este primer año, me remito a lo que
dijo la primera autoridad del PP en su investidura. Rajoy: “En política
no existe la herencia a beneficio de inventario. Sabemos que se nos
juzgará por lo que consigamos”. No se puede decir mejor. Lástima que en
Sevilla algunos todavía sigan jugando a hacerse los sordos. ¿Hasta
cuándo?
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