domingo, 20 de mayo de 2012

Primer año Zoido, jubileo prematuro

El PP celebra antes de tiempo su año inicial de gobierno en Sevilla con un balance magro, virtual y que repite los mismos argumentos de la campaña electoral. Sevilla continúa en el pozo.
L0 primero que tendríamos que decir, en honor a la verdad, ese patrimonio intangible al que nos debemos algunos periodistas, porque otros están en otras cosas, es que el reloj municipal no termina de dar bien la hora exacta. En determinadas ocasiones, adelanta. En otras, atrasa. Más que helvético, parece ser como un vetusto cronómetro de arena. Imperfecto, exasperante, eternamente aproximado.
El alcalde de Sevilla, Juan Ignacio Zoido, decidió esta semana celebrar de forma unilateral –cosa que ya es marca de la casa– el primer aniversario de su mandato de gobierno. ¿Tocaba? 
 
Cronológicamente hablando, no. Fue investido regidor en junio y, por tanto, su particular saldo de días y flores no se cumple hasta dentro de unas pocas semanas. Parece pues que más que ajustar cuentas lo que había eran ganas de buscar un pretexto para poder empezar a justificarse. Señal de que, quizás, dentro del cándido seno de su equipo municipal existe ya un cierto complejo de culpa por los milagros que no han llegado. El tiempo corre. Y algunos todavía no se han enterado de que esta evidencia no tiene remedio.
 
La puesta en escena del primer año de la era Zoido, cuyos exégetas van sintiéndose cada vez más incómodos después de que el regidor haya dado muestras de cuál es su concepción de la política con el invento de la Operación Talento, viene a confirmar otra cuestión ya esbozada en estos meses de generosas intuiciones: Zoido va camino de parecerse –casi se diría que demasiado– a Monteseirín. La escenografía del primer año triunfal remite por completo a la etapa anterior: el alcalde rodeado de todo su equipo haciendo su propia lectura de su propia gestión. Sin cortarse. Monteseirín solía incurrir con frecuencia en esta obsesión infantil de gobernar, y al mismo tiempo, evaluar directamente todo su trabajo. Si alguien osaba disentir de sus tesis dando su propia opinión al respecto, se le fulminaba. No podía haber más lectura que la oficial.
 
Tampoco había autocrítica –tan sana, y tan escasa en la comparecencia de Zoido–, lo que tiene que ver con la costumbre de la clase política sevillana de aspirar a ser juez y parte de su propia trayectoria. Imposible es así cumplir la promesa –tan lejana– de la humildad en el ejercicio del mando. ¿Un político es quien debe evaluarse o, por el contrario, debe dejar que sean los demás ciudadanos los que enjuicien su trabajo? Convendría hacérselo mirar, aunque dada la actitud que prevalece en Plaza Nueva, donde hasta se ponen nota, y alta, a sí mismos, se intuye que la cuestión no tiene remedio. Es estructural.
 
“No hemos podido hacer más”, sentenció Zoido al pasar lista a lo que su equipo llama micropolítica, que en realidad no es más que la política municipal de toda la vida: hacer que una ciudad no se colapse. Un logro que no es menor pero que a todas luces resulta insuficiente. En mi humilde opinión, la cuestión trascendente de este primer año de mandato es otra: ¿se ha hecho realmente algo? Quiero decir: algo distinto a los habituales golpes de efecto –muchos, fallidos–, el revisionismo absurdo y la retórica de las buenas intenciones. Tras hacer un sincero escrutinio tan sólo encuentro un proyecto positivo: el plan de pago a los proveedores. Un asunto necesario desde hace lustros. Poco más.
 
En el discurso del regidor, casi doce meses después de llegar a la Alcaldía, sigue latiendo el mismo pálpito electoralista que le llevó –su gran éxito– al poder para después, al menos hasta ahora, no hacer demasiado, salvo empezar a exculparse; lo cual, al fin y al cabo, mucho más dado lo mal que están las cosas, no deja de ser algo así como el probable embrión de un cierto fracaso.
 
Es curioso. Durante el primer año de gestión del PP en el Ayuntamiento se ha pasado de usar el dedo acusador en contra los demás –se intenta seguir señalando eternamente a la oposición, aunque este cuento ya no funcione– a empezar a poner excusas. De la sucesión de promesas imposibles vamos a la realidad pedestre de que no se puede hacer más. Porque no se sabe o no se quiere, que todo puede ocurrir. De la eficacia suiza –que nunca llegó; ni está ni se la espera– al esto es lo que hay. Se prometió, sabiendo que las competencias eran limitadas, paliar el drama del paro. Ahora la respuesta siempre es la misma: no tenemos medios.
 
¿Por qué se dijo entonces lo contrario si no podía cumplirse? ¿Se quería engañar a la gente o llegar al poder de cualquier forma? ¿O acaso las dos cosas? Seamos justos. No es ningún drama: los ejercicios de realismo son excelentes en política salvo que se quieran disfrazar, como parece desprenderse del balance oficial del PP, de fingida satisfacción. Es entonces, cuando en lugar de suscitar cierta empatía se ofende a la inteligencia ajena, cuando se corre el serio riesgo de avivar una corriente de insatisfacción similar al entusiasmo –excesivo– de los primeros días de vino y rosas. Todo muta. Todo cambia. Y con esta crisis nada es imposible. Ni siquiera quitar a los santos de los altares.
La imagen de un alcalde, con independencia de cuál sea su gestión concreta al término del mandato, se fija sobre todo en los primeros meses de gobierno. Con su actitud. Por eso los equipos políticos tras las campañas electorales, donde todo parece estar permitido, hasta la demagogia e incluso el peronismo reinventado, intentan dar una visión institucional de los candidatos convertidos en gobernantes. ¿Cuál ha sido el balance de la imagen de Zoido en este primer año de ejercicio efectivo del poder?
 
La pregunta es pertinente, entre otras cuestiones, porque toda la estrategia del PP consiste en focalizar en exclusiva la atención sobre la figura del regidor, relegando –salvo excepciones– al resto de su equipo a un segundo plano, estrategia que ha creado tanto desencanto interno como desazón externa. Inexplicable: los éxitos, pero también los errores, siempre serán adjudicados directamente al regidor, sin protagonistas intermedios capaces de jugar el papel de escudos. Éste fue el formato elegido. En consecuencia, es el parámetro bajo el que deben juzgarse estos doce meses de zoidismo.
Primera conclusión: el desgaste ha sido mayúsculo; acaso remediable, pero en todo caso notable dado el escaso plazo transcurrido. El hombre al que se vitoreaba en la procesión del Corpus empieza a provocar, al igual que su antecesor en la Alcaldía, sonrisas cuando doce meses después de su discurso de investidura desvela cuál es su concepción del talento de Sevilla: organizar un concurso musical en los barrios. Tremendo tránsito.
 
Quizás el efecto no deseado de esta última ocurrencia –criticada hasta desde frentes amigos– haya sido la causa del prematuro autobalance de gobierno. Una manera de tapar un agujero. Una vía para evitar que esta poderosa anécdota –categoría, a mi juicio– termine fagocitando todo lo demás, que aunque no es mucho se prestaría a una evaluación más detallada. De Ikea, mejor no hablamos. Que el reloj municipal tiene una evidente tendencia a retrasar es también evidente: la derogación del Plan Centro o la idea de destruir la Alameda para convertirla en un negocio –¿cuántos empleos genera un aparcamiento subterráneo?– son ejemplos de que en el gobierno municipal existe una superlativa querencia por la involución. Algo que no ayudará a que Sevilla salga del pozo.
 
En otras cuestiones habría mucho que discutir. La austeridad pregonada es harto relativa –véase algunos sueldos que incumplen las promesas del PP o los episodios de amiguismo en los distritos– y sobre la herencia recibida, la justificación del magro saldo de este primer año, me remito a lo que dijo la primera autoridad del PP en su investidura. Rajoy: “En política no existe la herencia a beneficio de inventario. Sabemos que se nos juzgará por lo que consigamos”. No se puede decir mejor. Lástima que en Sevilla algunos todavía sigan jugando a hacerse los sordos. ¿Hasta cuándo?

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